Sociedad -
Entrevista a Pablo Ibar
Crónica desde el corredor de la muerte
La llegada a la Prisión Estatal de Florida recuerda a un campo de concentración. Es inevitable la comparación. Todo evoca otro lugar y otra época, incluso el cartel de la entrada.
Mikel Reparaz / ETB
Starke es un pueblo construido sobre la carretera 301, un desvío de la ruta 10 que cruza el estado de Florida hacia Alabama, rozando Georgia, en el extremo oriental del llamado Cinturón de la Biblia de EEUU. Las iglesias cristianas de diferentes confesiones y los establecimientos de comida basura se anuncian por igual a lo largo de la carretera. La temperatura alcanza los 33 grados centígrados y la humedad supera el 80%. No hay nadie en la calle.
Nos han recomendado un motel de carretera, el más limpio del pueblo, situado frente a una tienda de armas de fuego y al lado de una funeraria. Varios niños chapotean en la pequeña piscina del motel, junto al asfalto por el que no dejan de pasar trailers enormes en dirección a Jacksonville, la ciudad más cercana. El estruendo de los camiones ahoga los gritos de los niños.
Aparcamos el Dodge alquilado frente a la habitación 111. Advertimos que la 112 está precintada, la puerta destrozada y el cerrojo reventado. "No sé qué habrá ocurrido en esa habitación", nos esquiva la recepcionista. Pero una rápida búsqueda en Google basta para averiguar que hace dos semanas la policía persiguió a un presunto violador de niños hasta este lugar. El fugitivo acabó pegándose un tiro en la habitación 112. Preferimos no preguntar más.
"En este motel se alojan muchas mujeres europeas y de otros lugares que vienen a visitar a los walking dead, a los presos del corredor de la muerte", nos dice la recepcionista puertorriqueña. "La mayoría se han conocido por carta, y las mujeres vienen a conocerles en persona porque se enamoran de ellos, de violadores y asesinos en serie… es algo que no alcanzo a comprender", nos dice contrariada. Muchos habitantes de Starke trabajan en la prisión. Están acostumbrados a convivir con el recinto de alambradas, torretas y barracones situado a 9 millas del pueblo.
La llegada a la Prisión Estatal de Florida recuerda a un campo de concentración. Es inevitable la comparación. Todo evoca otro lugar y otra época, incluso el cartel de la entrada, un arco de forja bajo el que hay que pasar para llegar a los barracones donde esperan los presos a ser ejecutados y donde se encuentra la cámara de la inyección letal. Más adelante, junto la carretera que atraviesa el territorio de la prisión, está el edificio del corredor de la muerte. En él hay 412 presos condenados a morir por inyección. Entre ellos está Pablo Ibar, el único vasco condenado a muerte en el mundo.
'Vida y Muerte'
Nuestra entrevista con Ibar está fijada para la una de la tarde. Las condiciones para entrar en el corredor son muy estrictas: ropa adecuada, una lista de material cerrada, nada de dinero, móviles ni otros dispositivos. Se abre la primera puerta electrificada ante nosotros. Entramos junto a una trabajadora de correos que empuja un carro lleno de sacos con la correspondencia. "Esto no es para el corredor", nos aclara. El destino de las cartas es el módulo de "los vivos", los presos comunes. Una vez pasado el primer control de seguridad, los guardias indican dos caminos: Life (vida) y Death (muerte). Así llaman entre ellos a los dos módulos separados que aparecen ante nosotros.
Ya estamos dentro de la prisión, a cielo abierto, rodeados de alambradas, garitas y vallas electrificadas. Llama la atención una pequeña barbería situada justo a la entrada. De ella sale un preso común armado con una escoba y un cubo –los comunes llevan uniforme azul y los condenados a muerte van vestidos de naranja-. El preso obedece órdenes de un guardia de dos metros de altura vestido de caqui, el mismo guardia que nos llevará hasta Pablo Ibar.
Seguimos al guardia junto a la alambrada, todavía bajo el sol de Florida. Vemos a un grupo de presos comunes haciendo ejercicios, encerrados en jaulas individuales. Nos miran fijamente, siguen nuestros pasos hasta la entrada del corredor. Buscando un poco de humanidad en este lugar, preguntamos al guardia sobre los presos. ¿Conoce a Pablo Ibar? "Sí, es probablemente el interno que mejor comportamiento tiene", nos dice a través de sus gafas de sol, "está bien considerado entre los funcionarios". ¿Y cómo es la relación entre los carceleros y los presos? ¿Es difícil convivir con ellos durante años y un día tener que arrastrarlos al "matadero"? Sorprendentemente, la pregunta no le incomoda. Responde relajado: "Somos seres humanos, y claro que es muy duro ver a estos hombres enfrentarse a la muerte", dice, "pero están aquí por una razón y eso no se nos debe olvidar". Estamos ya dentro del complejo, a la sombra. Pasamos un control de identidad. En total atravesamos siete puertas de acero que se van cerrando a nuestras espaldas. El ruido de llaves, puertas mecánicas y cerrojos y las luces fluorescentes nos transportan a otro mundo. El mundo asfixiante de los que esperan a morir. Se cierra la última puerta a nuestras espaldas. Hemos llegado al pasillo de la muerte.
Al principio del corredor hay dos guardias sentados a una mesa. Nos saludan. Más adelante, a la izquierda, hay más de una decena de jaulas de apenas dos metros cuadrados. Están vacías. Las utilizan para las visitas de los abogados y para poner a los presos a la espera, nos explican. En pocos minutos traerán a Pablo a una de esas jaulas. Más adelante están las celdas de los condenados a muerte. Pero nosotros nos desviamos por un pasillo donde parpadea una máquina de refrescos. Efectivamente, la coca-cola llega hasta los lugares más recónditos y siniestros de este país. La entrevista tendrá lugar en la sala de conferencias, una pequeña habitación donde hay una mesa, un televisor, una fotocopiadora y un horno microondas. Tenemos media hora para instalar el material de grabación.
Al cabo de un rato vuelve el funcionario de dos metros. "¿Preparados?", nos pregunta. Sin tiempo para responder, escuchamos el sonido de los grilletes a cada paso de Pablo Ibar desde la jaula de espera hasta la sala donde estamos nosotros. Todavía no lo vemos. La espera se hace eterna. Le cuesta avanzar, atado con cadenas de pies y manos. Le acompañan dos guardias. El sonido de los grilletes se oye cada vez más cerca, hasta que se hace el silencio y aparece ante nosotros.